Estoy bien
- Catherine Torres
- 14 jul 2020
- 3 Min. de lectura
La ira me está consumiendo.
Es rarísima esta etapa del proceso de luto: la rabia, la histeria.
Lo difícil es entender que esto también es dolor, que esto, como todo, pasa.
Que necesito desfogar y canalizar mi energía. Usualmente busco esto en mi escritura o en mi canto pero me cuesta.
Cuesta empezar, cuesta sentir, cuesta volver a vivir el dolor.
Creo que nos forzamos tanto en distraernos y mantenernos ocupados que nos olvidamos de darnos tiempo para nosotrxs mismos.
Siento que he perdido la costumbre de escribir cada vez que me inspiro, he evitado el sentir a toda costa y me he envuelto en ideas de romances o la búsqueda de los mismos.
Crecí con la idea de que necesitaba de un hombre para ser validada; idea que yo solita me metí en la cabeza porque mi mamá es todo lo contrario.
No sé si era el vacío e inseguridad que sentía alrededor de mis amigas que cuando un hombre me daba la mínima atención, me sentía completa.
He estado en conflicto interno varios años tratando de entender que el amor nace de unx mismo. Amor que no nacía o no veía amenos de que alguien más lo notara.
Recuerdo mis amores pasados, por más inocentes que hayan sido, diciéndome que lo único que me faltaba era ser feliz.
¿Qué es ser feliz?
Siempre pensé que esta idea era una superficialidad de la gente que no sentía, que no tenía empatía o que no le haya pasado algo traumático en sus vidas que los hayan hecho pensar sobre sí mismxs.
Creía, irónicamente, que no se podía ser feliz sin que te hayas ahogado en el pozo de tus lágrimas más de una vez.
Estúpida yo al proyectar esto en todas mis relaciones y querer siempre sabotearlas.
¡Qué rabia!
Qué rabia ver atrás y seguir tirándome piedras en vez de abrazarme, seguir creyendo que el dolor es ley de vida, es equilibrio, es mi lugar seguro.
¿Qué tan lugar seguro puede ser una mente donde habita el dolor?
Sí, me he encontrado con mis demonios, con estas voces de mi cabeza que me gritan para que regrese a ellas, las he abrazado, les he gritado de vuelta, les he llorado.
Llegué a un punto en el que establecimos una amistad y creo que ese fue mi error.
En vez de aceptar, perdonar y dejar ir, acepté, perdoné y me las quedé.
Y así, con todo lo que me ha hecho daño.
Regreso y me doy cuenta lo mucho que permití que alguien externo a mí me causara dolor.
Los límites que no establecí y las tantas que cedí por miedo, descontrol y la ridícula idea de "porque te hacen sufrir es que te aman".
Se me aguan los ojos al darme cuenta que llegué a convertirme en lo que siempre negué ser. En lo que les decía a mis amigas que por favor no sean.
Fui igual de ciega que mi hermana, que mi mamá y que mi abuela.
Permití, permití, permití.
Y me cabrea haber dejado que pase. Me cabrea seguir clavándome cuchillos y bañarme en agua fría o en agua hirviendo como castigo.
Sigo dando vueltas en lo mismo, en la culpa, en el dolor, en la rabia, en mi tristeza que me obligué a creer que me definen.
Tontas nosotras al creer que nuestros desamores nos definen.
Más que nada, el desamor propio.
Ya llegamos al 2020 y podemos admitir que las historias de las princesas de Disney nunca hablaban del amor propio, en el colegio me dieron una clase de Educación Sexual en la que prácticamente nos decían que nuestro cuerpo estaba creado para la masturbación del hombre y en mi casa, pues, en mi casa no se hablaba de sentir.
Sentir era equivalente a ser débil. Amar era algo que nunca comprendí y creo que por eso estoy hoy aquí, emputada conmigo.
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